Por LEONEL FERNANDEZ - Observatorio Global
En su reciente discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, el presidente norteamericano, Barack Obama, volvió a reiterar lo que había estado anunciando desde hacía varias semanas: la formación de una coalición de naciones que busca degradar y destruir las fuerzas del Estado Islámico de Iraq y Siria (ISIS).
Luego de su intervención ante el organismo internacional, el presidente Obama ordenó el bombardeo aéreo, por parte de la coalición, sobre las áreas ocupadas por el grupo terrorista del Estado Islámico en Iraq y Siria y advirtió que la acción militar, para enfrentar el terrorismo en la zona, se prolongará en el tiempo.
Ante ese anuncio del ejecutivo norteamericano, de que la guerra contra el Estado Islámico será prolongada, surge la interrogante acerca del costo de ese conflicto bélico. En lo inmediato, por ejemplo, ya se sabe que para ejecutar los bombardeos aéreos que hasta ahora se han llevado a cabo, cada día el gobierno norteamericano invierte 10 millones de dólares.
De los 47 misiles cruceros Tomahawk lanzados hasta ahora por la Marina, cada uno tiene un costo de 1 millón 100 mil dólares. Cada bomba “inteligente”, dirigida a su blanco desde un satélite, cuesta 40 mil dólares la unidad; y cada hora de vuelo de un bombardero B-52 requiere de un gasto de 55 mil dólares.
Todo eso, proyectado a un año, equivaldría a un gasto de 3 mil 700 millones de dólares, lo que aparentemente es poco si se le compara con lo que ha sido el presupuesto del Pentágono en Afganistán el año pasado, que fue de 77 mil millones de dólares.
Guerra y economía
Salvo algunas excepciones, prevalece el criterio generalizado entre los economistas, al sostener que más que la política del New Deal del presidente Franklin Delano Roosevelt, fue la Segunda Guerra Mundial la que realmente puso fin a la Gran Depresión de los años treinta.
El argumento se fundamenta en el hecho de que la inversión del gobierno federal durante la guerra en la fabricación de tanques, aviones, barcos, uniformes y municiones, además de la gran cantidad de empleos que generó, puso fin a la situación de deflación que había subsistido durante más de una década.
Al respecto se sostiene que en 1940, el Producto Interno Bruto, esto es, la capacidad de generación de riquezas de la economía era de 101 mil millones de dólares. Sin embargo, para 1944 había pasado a ser de 175 mil millones de dólares. En otras palabras, como consecuencia de su participación en la Segunda Guerra Mundial, el Producto Interno Bruto de los Estados Unidos, en tan solo cuatro años se incrementó en un 75%, y el desempleo se redujo de un 8.1% a menos de un 1.0%, lo que constituyó un fenómeno verdaderamente asombroso.
Pero, al terminar la segunda gran conflagración mundial, se suscitó el temor, en diversos sectores de la sociedad dominicana, de que al producirse una disminución del gasto público en el área de defensa, se volvería a una situación de estancamiento económico o depresión, como existía antes de la guerra.
No ocurrió así. Al revés. Los años que discurren entre la Segunda Guerra Mundial, en 1945, y la cuadruplicación de los precios del petróleo en 1973, se conoce como los Treinta Gloriosos, en referencia al hecho de la expansión económica que se esparció durante esas tres décadas.
Esa expansión económica se produjo, entre otros factores, por el ahorro forzoso generado durante los años de guerra, y al posterior incremento del consumo en productos como automóviles, refrigeradores, televisores, radios, estufas, abanicos, y en fin, todo lo que representaba el sueño americano.
No obstante, una corriente de opinión alega que esa prosperidad se debió, más bien, a la Guerra Fría, que permitió a los Estados Unidos, durante esos mismos años, poner en ejecución, frente a la Unión Soviética, una política de contención al comunismo, que fue la base para justificar un modelo de economía de guerra permanente.
A eso fue que se refirió, en su discurso de despedida, en 1960, el presidente Dwight Eisenhower, antiguo comandante de las tropas aliadas durante la Segunda Guerra Mundial, al denunciar lo que consideró como la existencia de un complejo militar industrial en la base de la economía de los Estados Unidos, que implica una relación del sector industrial con el Pentágono, la comunidad científica, las universidades y los partidos Republicano y Demócrata.
De igual manera, a eso fue que consagró su atención el profesor Juan Bosch, en su brillante tesis, El Pentagonismo, Sustituto del Imperialismo; el profesor Seymour Melman, de la Universidad de Columbia, con su texto, El Capitalismo del Pentágono, Economía Política de la Guerra; y Richard Barnet, del Instituto de Política de Washington, con su clásico Economía de la Muerte.
Todos ellos en su momento interpretaron y denunciaron que el crecimiento económico y la prosperidad puedan tener su origen y fundamento en un hecho tan nocivo para la humanidad como una economía de guerra permanente.
Guerra no resolverá recesión
A pesar de que durante el período de la Guerra Fría, cada vez que en el horizonte económico se presentaba una situación de recesión, se resolvía a través de un escalamiento en la guerra, como ocurrió en los casos de Corea y Vietnam, al final eso condujo a una carrera armamentista que más que resolver las crisis cíclicas, provocó una crisis estructural que terminó desgastando tanto a la Unión Soviética como a los Estados Unidos.
Se ha sostenido que el desplome de la Unión Soviética, al final de la década de los ochenta, se produjo en gran medida a que dedicó buena parte de su inversión al área militar, descuidando la producción de bienes de consumo para la población civil.
Así fue. Pero si la carrera armamentista produjo la muerte del sistema soviético, de igual manera convirtió, en ese momento, a la economía norteamericana en un paciente bajo cuidados intensivos.
Eso se reveló, como habrá de recordarse, en la campaña electoral de Bill Clinton, frente a George Bush padre, al inicio de los noventa bajo la consigna de: “Es la economía, estúpido”.
Porque en efecto, de eso se trataba. Después de más de cuatro décadas de un incremento permanente del gasto militar, llevada al paroxismo durante la época de Ronald Reagan, la economía norteamericana se hallaba exhausta, herida de gravedad por los desatinos de una política pentagonista de economía de guerra permanente.
Al terminar la Guerra Fría, Bill Clinton encabezó el mayor período de expansión económica de los últimos tiempos en los Estados Unidos, y lo hizo en relativa paz, disminuyendo en forma significativa el gasto militar y el número de miembros de las Fuerzas Armadas, que se redujo en más de un millón.
Pero los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001 a las Torres Gemelas y al Pentágono, modificaron radicalmente ese panorama. Como reacción a esos atroces acontecimientos, el presidente George W. Bush declaró la guerra al terrorismo, ordenando la invasión de Afganistán e Iraq.
Esas dos guerras le han costado a los Estados Unidos, además de cuatro mil muertos, 58 mil heridos y más de 100 mil traumatizados por el estrés de la guerra, la cifra de tres trillones de dólares, los cuales han sido financiados con un incremento de la deuda pública.
En un momento en que había expresado su voluntad política de no intervenir militarmente en la guerra civil de Siria, de retirar las tropas de Estados Unidos de Iraq y de estabilizar la situación política en Afganistán, el presidente Barack Obama se ve atrapado ahora en una situación inesperada: las acciones bárbaras de decapitación del Estado Islámico de Iraq y Siria.
Como jefe de Estado de una potencia mundial que se ve amenazada por esos acontecimientos, está compelido a actuar. Pero su actuación deberá ser para contener esa amenaza, y no para tratar de prolongar una guerra, como han sugerido algunos, que le permita a los Estados Unidos y a la economía mundial, superar la situación de recesión global en que se encuentra desde fines del 2007.
La guerra no contribuirá a superar la actual situación de recesión global. Por el contrario, ésta sólo podrá ser superada por la paz, que crea el clima adecuado para la inversión, el crecimiento y la prosperidad.
Esperamos que así lo entienda el presidente Obama.
Luego de su intervención ante el organismo internacional, el presidente Obama ordenó el bombardeo aéreo, por parte de la coalición, sobre las áreas ocupadas por el grupo terrorista del Estado Islámico en Iraq y Siria y advirtió que la acción militar, para enfrentar el terrorismo en la zona, se prolongará en el tiempo.
Ante ese anuncio del ejecutivo norteamericano, de que la guerra contra el Estado Islámico será prolongada, surge la interrogante acerca del costo de ese conflicto bélico. En lo inmediato, por ejemplo, ya se sabe que para ejecutar los bombardeos aéreos que hasta ahora se han llevado a cabo, cada día el gobierno norteamericano invierte 10 millones de dólares.
De los 47 misiles cruceros Tomahawk lanzados hasta ahora por la Marina, cada uno tiene un costo de 1 millón 100 mil dólares. Cada bomba “inteligente”, dirigida a su blanco desde un satélite, cuesta 40 mil dólares la unidad; y cada hora de vuelo de un bombardero B-52 requiere de un gasto de 55 mil dólares.
Todo eso, proyectado a un año, equivaldría a un gasto de 3 mil 700 millones de dólares, lo que aparentemente es poco si se le compara con lo que ha sido el presupuesto del Pentágono en Afganistán el año pasado, que fue de 77 mil millones de dólares.
Guerra y economía
Salvo algunas excepciones, prevalece el criterio generalizado entre los economistas, al sostener que más que la política del New Deal del presidente Franklin Delano Roosevelt, fue la Segunda Guerra Mundial la que realmente puso fin a la Gran Depresión de los años treinta.
El argumento se fundamenta en el hecho de que la inversión del gobierno federal durante la guerra en la fabricación de tanques, aviones, barcos, uniformes y municiones, además de la gran cantidad de empleos que generó, puso fin a la situación de deflación que había subsistido durante más de una década.
Al respecto se sostiene que en 1940, el Producto Interno Bruto, esto es, la capacidad de generación de riquezas de la economía era de 101 mil millones de dólares. Sin embargo, para 1944 había pasado a ser de 175 mil millones de dólares. En otras palabras, como consecuencia de su participación en la Segunda Guerra Mundial, el Producto Interno Bruto de los Estados Unidos, en tan solo cuatro años se incrementó en un 75%, y el desempleo se redujo de un 8.1% a menos de un 1.0%, lo que constituyó un fenómeno verdaderamente asombroso.
Pero, al terminar la segunda gran conflagración mundial, se suscitó el temor, en diversos sectores de la sociedad dominicana, de que al producirse una disminución del gasto público en el área de defensa, se volvería a una situación de estancamiento económico o depresión, como existía antes de la guerra.
No ocurrió así. Al revés. Los años que discurren entre la Segunda Guerra Mundial, en 1945, y la cuadruplicación de los precios del petróleo en 1973, se conoce como los Treinta Gloriosos, en referencia al hecho de la expansión económica que se esparció durante esas tres décadas.
Esa expansión económica se produjo, entre otros factores, por el ahorro forzoso generado durante los años de guerra, y al posterior incremento del consumo en productos como automóviles, refrigeradores, televisores, radios, estufas, abanicos, y en fin, todo lo que representaba el sueño americano.
No obstante, una corriente de opinión alega que esa prosperidad se debió, más bien, a la Guerra Fría, que permitió a los Estados Unidos, durante esos mismos años, poner en ejecución, frente a la Unión Soviética, una política de contención al comunismo, que fue la base para justificar un modelo de economía de guerra permanente.
A eso fue que se refirió, en su discurso de despedida, en 1960, el presidente Dwight Eisenhower, antiguo comandante de las tropas aliadas durante la Segunda Guerra Mundial, al denunciar lo que consideró como la existencia de un complejo militar industrial en la base de la economía de los Estados Unidos, que implica una relación del sector industrial con el Pentágono, la comunidad científica, las universidades y los partidos Republicano y Demócrata.
De igual manera, a eso fue que consagró su atención el profesor Juan Bosch, en su brillante tesis, El Pentagonismo, Sustituto del Imperialismo; el profesor Seymour Melman, de la Universidad de Columbia, con su texto, El Capitalismo del Pentágono, Economía Política de la Guerra; y Richard Barnet, del Instituto de Política de Washington, con su clásico Economía de la Muerte.
Todos ellos en su momento interpretaron y denunciaron que el crecimiento económico y la prosperidad puedan tener su origen y fundamento en un hecho tan nocivo para la humanidad como una economía de guerra permanente.
Guerra no resolverá recesión
A pesar de que durante el período de la Guerra Fría, cada vez que en el horizonte económico se presentaba una situación de recesión, se resolvía a través de un escalamiento en la guerra, como ocurrió en los casos de Corea y Vietnam, al final eso condujo a una carrera armamentista que más que resolver las crisis cíclicas, provocó una crisis estructural que terminó desgastando tanto a la Unión Soviética como a los Estados Unidos.
Se ha sostenido que el desplome de la Unión Soviética, al final de la década de los ochenta, se produjo en gran medida a que dedicó buena parte de su inversión al área militar, descuidando la producción de bienes de consumo para la población civil.
Así fue. Pero si la carrera armamentista produjo la muerte del sistema soviético, de igual manera convirtió, en ese momento, a la economía norteamericana en un paciente bajo cuidados intensivos.
Eso se reveló, como habrá de recordarse, en la campaña electoral de Bill Clinton, frente a George Bush padre, al inicio de los noventa bajo la consigna de: “Es la economía, estúpido”.
Porque en efecto, de eso se trataba. Después de más de cuatro décadas de un incremento permanente del gasto militar, llevada al paroxismo durante la época de Ronald Reagan, la economía norteamericana se hallaba exhausta, herida de gravedad por los desatinos de una política pentagonista de economía de guerra permanente.
Al terminar la Guerra Fría, Bill Clinton encabezó el mayor período de expansión económica de los últimos tiempos en los Estados Unidos, y lo hizo en relativa paz, disminuyendo en forma significativa el gasto militar y el número de miembros de las Fuerzas Armadas, que se redujo en más de un millón.
Pero los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001 a las Torres Gemelas y al Pentágono, modificaron radicalmente ese panorama. Como reacción a esos atroces acontecimientos, el presidente George W. Bush declaró la guerra al terrorismo, ordenando la invasión de Afganistán e Iraq.
Esas dos guerras le han costado a los Estados Unidos, además de cuatro mil muertos, 58 mil heridos y más de 100 mil traumatizados por el estrés de la guerra, la cifra de tres trillones de dólares, los cuales han sido financiados con un incremento de la deuda pública.
En un momento en que había expresado su voluntad política de no intervenir militarmente en la guerra civil de Siria, de retirar las tropas de Estados Unidos de Iraq y de estabilizar la situación política en Afganistán, el presidente Barack Obama se ve atrapado ahora en una situación inesperada: las acciones bárbaras de decapitación del Estado Islámico de Iraq y Siria.
Como jefe de Estado de una potencia mundial que se ve amenazada por esos acontecimientos, está compelido a actuar. Pero su actuación deberá ser para contener esa amenaza, y no para tratar de prolongar una guerra, como han sugerido algunos, que le permita a los Estados Unidos y a la economía mundial, superar la situación de recesión global en que se encuentra desde fines del 2007.
La guerra no contribuirá a superar la actual situación de recesión global. Por el contrario, ésta sólo podrá ser superada por la paz, que crea el clima adecuado para la inversión, el crecimiento y la prosperidad.
Esperamos que así lo entienda el presidente Obama.
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